domingo, 21 de agosto de 2016

¡Misericórdiame!



¿Serán pocos los que se salvan?

Es la pregunta clave de este pasaje evangélico proclamado en el Domingo XXI del T. O.
Allá por los años 50 Pío XII lanzó un grito de alarma: “El mundo camina hacia la ruina”.
El P. Ricardo Lombardi, jesuita,  recogió ese desafío y arrancó con el Movimiento por un Mundo Mejor, que tanto bien hizo como preparación para el Concilio Vaticano II. Yo tuve la suerte de tomar parte en sus famosas “ejercitaciones”.
El mundo caminaba, camina, hacia la ruina; pero ¿caerá al abismo? ¿Serán pocos los que se salvan?
Las lecturas bíblicas de hoy, como mensaje global, apuntan más bien hacia la salvación universal. Todos estamos llamados a la salvación. Más aún, “en esperanza ya estamos salvados”, asegura S. Pablo. Objetivamente todos estamos salvados, toda la humanidad ya está redimida. Jesucristo dio su vida por la salvación del mundo entero.
Pero esa salvación no es mágica, automática: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti “ (S. Agustín). Y aquí entra el dilema de la “puerta estrecha” y “el camino ancho”, cómodo.
La salvación universal es un designio de amor. Dios, que es Amor, no puede no querer mi salvación personal. Pero el amor no se impone, se propone. ¡Cuántas veces en el Evangelio Jesús plantea como “conditio sine qua non”: “SI QUIERES…” Corre el riesgo de condenarse únicamente quien se niegue a aceptar ese amor, quien dé las espaldas a Dios-Amor.

Entre las diversas definiciones del pecado, Santo Tomás emplea una muy expresiva haciendo un juego de palabras en contraste: AVERSIO-CONVERSIO. El pecado sería “aversio a Deo propter conversionem ad creaturas” (dar la espalda a Dios por ir tras las creaturas), y, claro, la creatura preferida soy yo, mi egocentrismo. No, no es que yo quiera explícitamente ofender a Dios, es que prescindo de él, le doy la espalda, lo ignoro, por buscarme a mí mismo.
En concreto, ¿Cómo entrar por “la puerta estrecha” que lleva a la salvación, es decir, a Dios? ¡A Dios, que es nuestro único verdadero bien!
Esa puerta es Jesús. “Nadie puede llegar al Padre si no por mí”.  Si quieres salvarte, “niégate a ti mismo, ven y sígueme”. Seguirle consiste en vivir como él, dejarse guiar por su Espíritu: “Lo que al Padre le agrada eso es lo que yo hago siempre”. “No mi voluntad sino la tuya”.
Para ser cristiano no basta mortificarse (negarse a sí mismo), hay que estar “muertos”, vivir muriendo. “Para mí vivir es Cristo y una ganancia el morir”.  Vivir muriendo, morir para vivir.
Si yo vivo el querer de Dios aquí  y ahora, si vivo su voluntad en el momento presente, ya estoy viviendo en Dios, porque, en Él, el SER y el QUERER coinciden. Si estoy en su voluntad, estoy en Dios. Y si me sorprende la muerte, estoy salvado.

Pero hay una coletilla desconcertante en este Evangelio: los que se acercan a la puerta y la encuentran cerrada. “¡Señor, ábrenos!”
-  “No sé quiénes sois”.
-   “Pero si te hemos escuchado, hemos comido contigo…”
 Y yo podría añadir: “Pero si soy cristiano, un consagrado, un sacerdote, misionero… Pero si he dedicado mi vida a darte a conocer y a hacerte amar…”
Es verdad: he dedicado mi vida a las cosas de Dios, pero ¿he buscado a Dios o me busco a mí mismo también en la cosas de Dios? ¡He aquí la incógnita que me inquieta!

Dios mío, “misericórdiame” (neologismo del papa Francisco).



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