¿Serán pocos los
que se salvan?
Es la pregunta
clave de este pasaje evangélico proclamado en el Domingo XXI del T. O.
Allá por los
años 50 Pío XII lanzó un grito de alarma: “El mundo camina hacia la ruina”.
El P. Ricardo
Lombardi, jesuita, recogió ese desafío y
arrancó con el Movimiento por un Mundo Mejor, que tanto bien hizo como
preparación para el Concilio Vaticano II. Yo tuve la suerte de tomar parte en
sus famosas “ejercitaciones”.
El mundo
caminaba, camina, hacia la ruina; pero ¿caerá al abismo? ¿Serán pocos los que
se salvan?
Las lecturas
bíblicas de hoy, como mensaje global, apuntan más bien hacia la salvación
universal. Todos estamos llamados a la salvación. Más aún, “en esperanza ya
estamos salvados”, asegura S. Pablo. Objetivamente todos estamos salvados, toda
la humanidad ya está redimida. Jesucristo dio su vida por la salvación del
mundo entero.
Pero esa
salvación no es mágica, automática: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin
ti “ (S. Agustín). Y aquí entra el dilema de la “puerta estrecha” y “el camino
ancho”, cómodo.
La salvación
universal es un designio de amor. Dios, que es Amor, no puede no querer mi
salvación personal. Pero el amor no se impone, se propone. ¡Cuántas veces en el
Evangelio Jesús plantea como “conditio sine qua non”: “SI QUIERES…” Corre el riesgo de condenarse únicamente quien se niegue a
aceptar ese amor, quien dé las espaldas a Dios-Amor.
Entre las
diversas definiciones del pecado, Santo Tomás emplea una muy expresiva haciendo
un juego de palabras en contraste: AVERSIO-CONVERSIO. El pecado sería “aversio
a Deo propter conversionem ad creaturas” (dar la espalda a Dios por ir tras las
creaturas), y, claro, la creatura preferida soy yo, mi egocentrismo. No, no es
que yo quiera explícitamente ofender a Dios, es que prescindo de él, le doy la
espalda, lo ignoro, por buscarme a mí mismo.
En concreto,
¿Cómo entrar por “la puerta estrecha” que lleva a la salvación, es decir, a
Dios? ¡A Dios, que es nuestro único verdadero bien!
Esa puerta es
Jesús. “Nadie puede llegar al Padre si no por mí”. Si quieres salvarte, “niégate a ti mismo, ven
y sígueme”. Seguirle consiste en vivir como él, dejarse guiar por su Espíritu:
“Lo que al Padre le agrada eso es lo que yo hago siempre”. “No mi voluntad sino
la tuya”.
Para ser
cristiano no basta mortificarse (negarse a sí mismo), hay que estar “muertos”,
vivir muriendo. “Para mí vivir es Cristo y una ganancia el morir”. Vivir muriendo, morir para vivir.
Si yo vivo el
querer de Dios aquí y ahora, si vivo su
voluntad en el momento presente, ya estoy viviendo en Dios, porque, en Él, el
SER y el QUERER coinciden. Si estoy en su voluntad, estoy en Dios. Y si me
sorprende la muerte, estoy salvado.
Pero hay una
coletilla desconcertante en este Evangelio: los que se acercan a la puerta y la
encuentran cerrada. “¡Señor, ábrenos!”
- “No sé quiénes sois”.
- “Pero si te hemos escuchado, hemos
comido contigo…”
Y yo podría añadir: “Pero si soy cristiano, un
consagrado, un sacerdote, misionero… Pero si he dedicado mi vida a darte a
conocer y a hacerte amar…”
Es verdad: he
dedicado mi vida a las cosas de Dios, pero ¿he buscado a Dios o me busco a mí
mismo también en la cosas de Dios? ¡He aquí la incógnita que me inquieta!
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