lunes, 28 de marzo de 2016

En verdad resucitó


EL RESUCITADO


La Resurrección de Cristo. Un hecho único en la historia, que caracteriza principalmente al cristianismo y distingue a su Fundador. Una ocasión para renovar la fe en la Vida que no pasa. 
Chiara lubich, el 14 de noviembre de 2002, hacía una clara  y rotuna profesión de fe y la corroboraba con una gracia especial de la que había sido favorecida. 
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Queridísimas y queridísimos:
El pensamiento de hoy se refiere a un aspecto particular de la vida cristiana. Pero ya que forman parte de nuestro Movimiento fieles de otras grandes Religiones del mundo, o personas de culturas diferentes, deseo anteponer una sugerencia y un consejo precisamente para ellos.
Como saben, todos formamos parte de una única Obra, en la cual debe triunfar entre nosotros la ”Regla de oro” presente en nuestras Escrituras (“Haz a los demás lo que querrías que te hicieran a ti…” o bien “No hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti…”), regla que requiere que nos amemos, y por lo tanto, que nos conozcamos cada vez mejor. Por eso, aprovechen todos cuanto les diré ahora. Se trata de esa necesaria inculturación sin la cual no es posible construir fragmentos de fraternidad universal, como, en otras ocasiones, los cristianos, entre nosotros, harán con ustedes.
Pasemos entonces al pensamiento. Se titula: EL RESUCITADO
(…) Se refiere a una idea, a una intuición, tal vez a una luz que recibí hace algún tiempo, una de las muchas –pienso- relacionadas con nuestro carisma. Es, quizás, una de las más hermosas; sin duda, una de las que – personalmente - más me han impresionado. Se puede titular: “Confirmación de la fe”.
Una circunstancia providencial me llevó a profundizar la realidad de Jesús, que después del abandono y de la muerte en la cruz, resucitó.
Y no sólo eso: tuve la ocasión de meditar intensamente, con la mente y con el corazón, muchos detalles de la resurrección de Jesús y de su vida después de la resurrección. Y me quedé estupefacta (es la palabra exacta) de la majestuosidad, de la grandiosidad que emanaba este divino acontecimiento: de la singularidad del Resucitado, de este hecho sobrenatural que, por lo que sé, es único en el mundo.
Por eso no puedo dejar de detenerme en esta ocasión para ponerlo todavía de relieve.
La resurrección de Jesús es lo que caracteriza principalmente al cristianismo, lo que distingue a su Fundador, Jesús. El hecho que Él resucitó. ¡Resucitó de la muerte! No como resucitaron otros, por ejemplo Lázaro, que luego, llegado su momento murió. Jesús resucitó para no morir nunca más, para seguir viviendo también como hombre en el Paraíso, en el corazón de la Trinidad.
 ¡Y lo vieron 500 personas! Y no era ciertamente un fantasma. Era Él, realmente Él: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado” (Jn 20,27), le dijo a Tomás. Y comió con los suyos, les habló y se quedó con ellos 40 días… Había renunciado a su infinita grandeza por amor a nosotros y se había hecho pequeño, hombre entre los hombres, como uno de nosotros, tan pequeños que desde un avión ni siquiera pueden verse.
Pero, al resucitar rompió, superó todas las leyes de la naturaleza, de todo el cosmos, mostrándose así más grande que todo lo que existe, que todo lo que había creado, que todo lo que se pueda pensar; por eso nosotros, con sólo intuir esta verdad, no podemos dejar de verlo Dios, no podemos dejar de hacer como Tomás, y arrodillados frente a Él en adoración, confesar y decirle sinceramente: “Señor mío y Dios mío”. Aunque jamás sabré describirlo bien, éste es el efecto que la luz del Resucitado produjo en mí.
Sin duda lo sabía; seguramente lo creía, ¡y cómo! Pero aquí, en cierto modo, lo he visto. Aquí mi fe, diría, se ha hecho claridad, certeza, razonable.
Y he visto con otros ojos lo que Jesús hizo durante esos nuevos, fabulosos días sobre la tierra.
Después que el ángel bajó del Cielo y desplazó la piedra de su sepulcro, y anunció la resurrección, Él se aparece en primer lugar a la Magdalena, que era una pecadora, porque Él se había encarnado para los pecadores. Lo vemos en el camino de Emaús: grande e inmenso como era, transformarse en el primer exegeta que explicaba las Escrituras a dos discípulos.
Lo vemos como fundador de su Iglesia, imponiendo las manos a sus discípulos para darles el Espíritu Santo; diciendo extraordinarias palabras a Pedro, a quien pone como cabeza de su Iglesia.
Lo vemos enviar a los discípulos al mundo, para anunciar el Evangelio, el nuevo Reino que ha fundado, en nombre de la Santísima Trinidad, de la que había descendido y a la que, después en la ascensión, volvería en alma y cuerpo. Todas estas cosas ya las sabía, pero ahora eran nuevas, porque eran absolutamente verdaderas para la fe y para la razón.
Y porque resucitó, también todas las palabras que dijo precedentemente, antes de su muerte, adquieren una luminosidad única, expresan verdades incontrastables. Y las primeras entre todas, aquellas con las que anuncia nuestra resurrección.
Lo sabía y lo creía porque soy cristiana. Pero ahora estoy doblemente segura: resucitaré, resucitaremos.
Entonces a todos los míos, a nuestros muchos amigos que partieron al más Allá y que tal vez, inconscientemente, los damos por perdidos, en vez de decirles: adiós, podré decirles: HASTA PRONTO, HASTA PRONTO,  para no separarnos nunca más. Porque hasta este punto llega el amor de Dios por nosotros.
No sé si he expresado, al menos un poco, la gracia, la luz que he recibido: una confirmación de la fe.
Que el Señor haga de modo que todos ustedes que me escucharon puedan experimentarla como una confirmación de su fe. (…)
Chiara Lubich (Castelgandolfo, 14 nov.2002)

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