miércoles, 4 de noviembre de 2015

Que todos sean Uno




Palabra de Vida      Noviembre 2015

«…para que todos sean uno» (Jn 17, 21).

Es la última y afligida oración que Jesús le dirige al Padre. Sabe que está pidiendo lo que más le importa a Él, pues Dios había creado a la humanidad como familia suya, con la cual compartir todo bien, su misma vida divina. Y ¿qué ansían los padres para sus hijos sino que se quieran, se ayuden y vivan unidos entre sí? Y ¿qué mayor disgusto que el verlos divididos por envidias e intereses económicos hasta dejar de hablarse? También Dios ha soñado desde toda la eternidad con una familia unida en la comunión de amor de los hijos con Él y entre ellos.
El dramático relato de los orígenes nos habla del pecado y de la progresiva desintegración de la familia humana. Como leemos en el libro del Génesis, el hombre acusa a la mujer, Caín mata a su hermano, Lamec se jacta de su desmesurada venganza, Babel provoca la incomprensión y la dispersión de los pueblos… El proyecto de Dios parece fracasado.
Sin embargo, Él no se da por vencido, sino que persigue con tenacidad la reunificación de su familia. La historia se reanuda con Noé, con la elección de Abrahán, con el nacimiento del pueblo elegido; y así hasta que decide mandar a su Hijo a la tierra, al que encomienda una gran misión: congregar en una sola familia a sus hijos dispersos, reunir a las ovejas perdidas en un solo rebaño, derribar los muros de separación y de enemistad entre los pueblos para formar un único pueblo nuevo (cf. Ef 2, 14-16).
Dios no deja de soñar en la unidad, y por eso Jesús se la pide como el regalo más grande que pueda implorar para todos nosotros: «Te pido, Padre,…
«…para que todos sean uno»
Toda familia lleva la huella de los padres. Lo mismo la familia creada por Dios. Dios es Amor no solo porque ama a su criatura; es Amor en sí mismo, en la reciprocidad del darse y de la comunión por parte de cada una de las tres divinas Personas respecto a las demás.
Por eso, cuando creó a la humanidad, la modeló a su imagen y semejanza e imprimió en ella su misma capacidad de relación, de modo que cada persona viva en la entrega recíproca de sí. La frase completa de la oración que queremos vivir este mes dice: «para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros». El modelo de nuestra unidad es nada menos que la unidad existente entre el Padre y Jesús. Parece imposible de tan profunda como es. Y sin embargo, se hace posible por ese como, que significa también porque: podemos estar unidoscomo están unidos el Padre y Jesús precisamente porque nos incluyen en su misma unidad, nos la regalan.
«…para que todos sean uno»
Esta precisamente es la obra de Jesús: hacer de todos nosotros uno, como Él lo es con el Padre, una sola familia, un solo pueblo. Para esto se hizo uno de nosotros, cargó con nuestras divisiones y nuestros pecados y los clavó en la cruz.
Él mismo nos indicó el camino que iba a recorrer para llevarnos a la unidad: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Como había profetizado el sumo sacerdote, «iba a morir […] para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11, 52). En su misterio de muerte y resurrección «recapituló todas las cosas en sí» (cf. Ef 1, 10), regeneró la unidad rota por el pecado, recompuso la familia en torno al Padre y nos hizo de nuevo hermanos y hermanas entre nosotros.
Jesús cumplió su misión. Ahora queda nuestra parte, nuestra adhesión, nuestro «sí» a su oración:
«…para que todos sean uno»
¿Cuál es nuestra aportación al cumplimiento de esta oración?
Ante todo, hacerla nuestra. Podemos prestar labios y corazón a Jesús para que continúe dirigiendo estas palabras al Padre y repetir cada día con confianza su oración. La unidad es un don de lo Alto que hay que pedir con fe sin cansarnos nunca.
Además debe permanecer siempre en nuestros pensamientos y deseos. Si este es el sueño de Dios, queremos que sea también nuestro sueño. De vez en cuando, antes de cualquier decisión, de cada opción, podríamos preguntarnos: ¿sirve para construir la unidad; es lo mejor con vistas a la unidad?
Y deberíamos acudir allá donde las desuniones sean más evidentes y cargar con ellas, como hizo Jesús. Pueden ser roces en la familia o entre personas que conocemos, tensiones que se viven en el barrio, desacuerdos en el trabajo, en la parroquia, entre las Iglesias. No huyamos de las discordias e incomprensiones, no permanezcamos indiferentes; llevemos allí nuestro amor a base de escucha, de atención al otro, de compartir el dolor que brota de esa herida.
Y sobre todo, vivamos en unidad con todos los que estén dispuestos a compartir el ideal de Jesús y su oración, sin dar importancia a malentendidos o discrepancias, contentándonos con lo «menos perfecto en unidad antes que lo más perfecto sin unidad», aceptando con alegría las diferencias e incluso considerándolas una riqueza para una unidad que nunca implica reducción a la uniformidad.
Sí, a veces esto nos clavará en la cruz, pero ese es precisamente el camino que Jesús eligió para recomponer la unidad de la familia humana, el camino que también nosotros queremos recorrer con Él.
 FABIO CIARDI
Si quieres “verla” y escucharla (en italiano), clica aquí:

Per avere il testo originale, italiano, seguire....


Parola di Vita – Novembre 2015


«Perché tutti siano una sola cosa» (Gv 17, 21)

È l’ultima accorata preghiera che Gesù rivolge al Padre. Sa di chiedere la cosa che più gli sta a cuore. Dio infatti ha creato l’umanità come la sua famiglia, con la quale condividere ogni bene, la sua stessa vita divina.
Cosa sognano i genitori per i figli se non che si vogliano bene, si aiutino, vivano uniti tra loro? E qual è il loro più grande dispiacere se non quello di vederli divisi per gelosie, interessi economici, fino al punto da arrivare a non parlarsi più?
Anche Dio ha sognato da tutta l’eternità la propria famiglia unita nella comunione d’amore dei figli con lui e tra di loro. Il drammatico racconto delle origini ci parla del peccato e della progressiva frantumazione della famiglia umana: come leggiamo nel libro della Genesi l’uomo accusa la donna, Caino uccide il proprio fratello, Lamec si vanta della sua spropositata vendetta, Babele genera l’incomprensione e la dispersione dei popoli… Il progetto di Dio sembra fallito. Egli tuttavia non si dà per vinto e con tenacia persegue la riunificazione della propria famiglia. La storia riparte con Noè, con la scelta di Abramo, con la nascita del popolo eletto; e avanti, fino a quando decide di mandare suo figlio sulla terra affidandogli la grande missione: radunare in una sola famiglia i figli dispersi, raccogliere le pecore smarrite in un solo gregge, abbattere i muri di separazione e le inimicizie tra i popoli per creare un unico popolo nuovo (cf. Ef 2,14-16).
Dio non smette di sognare l’unità, per questo Gesù gliela chiede come il dono più grande che egli può implorare per tutti noi: Ti prego, Padre,
«Perché tutti siano una sola cosa».
Ogni famiglia porta l’impronta dei genitori. Così quella creata da Dio. Dio è Amore non soltanto perché ama la sua creatura, ma è Amore in se stesso, nella reciprocità del dono e della comunione, da parte di ognuna delle tre divine Persone verso le altre. Quando dunque ha creato l’umanità egli l’ha plasmata a sua immagine e somiglianza e vi ha impresso la sua stessa capacità di relazione, in modo che ogni persona viva nel dono scambievole di sé.
L’intera frase della preghiera di Gesù che vogliamo vivere questo mese dice infatti:

«Perché tutti siano una sola cosa; come tu, Padre, sei in me e io in te, siano anch’essi in noi».

Il modello della nostra unità è niente meno che l’unità esistente tra il Padre e Gesù. Sembra impossibile, tanto essa è profonda. Essa è tuttavia resa possibile da quel come, che significa anche perché: possiamo essere uniti come sono uniti il Padre e Gesù proprio perché ci coinvolgono nella loro stessa unità, ce ne fanno dono.
«Perché tutti siano una sola cosa»
È proprio questa l’opera di Gesù, fare di tutti noi una cosa sola, come lui lo è con il Padre, una sola famiglia, un solo popolo. Per questo si è fatto uno di noi, si è caricato delle nostre divisioni e dei nostri peccati inchiodandoli sulla croce.
Egli stesso ha indicato la strada che avrebbe percorso per portarci all’unità: «Quando sarò  elevato da terra attirerò tutti a me» (Gv 12, 32). Come profetizzato dal sommo sacerdote, «doveva morire (…) per riunire insieme i figli di Dio che erano dispersi» (Gv 11, 52). Nel suo mistero di morte e risurrezione, ha riassunto tutto in sé (cf. Ef 1,10), ha ricreato l’unità spezzata dal peccato, ha rifatto la famiglia attorno al Padre e ci ha resi nuovamente fratelli e sorelle tra di noi. La sua missione Gesù l’ha compiuta. Adesso rimane la nostra parte, la nostra adesione, il nostro “sì” alla sua preghiera:
«Perché tutti siano una sola cosa»
Qual è il nostro contributo all’adempimento di questa preghiera? Innanzitutto farla nostra. Possiamo prestare labbra e cuore a Gesù perché continui a rivolgere queste parole al Padre e ripetere ogni giorno con fiducia la sua preghiera. L’unità è un dono dall’alto, da chiedere con fede, senza stancarci mai. Essa inoltre deve rimanere costantemente in cima ai nostri pensieri e desideri. Se questo è il sogno di Dio vogliamo che sia anche il nostro sogno. tanto in tanto, prima di ogni decisione, di ogni scelta, di ogni azione, potremmo domandarci: serve per costruire l’unità, è il meglio in vista dell’unità? Dovremmo infine correre là dove le disunità sono più evidenti e prenderle su di noi, come ha fatto Gesù. Possono essere attriti in famiglia o tra persone che conosciamo, tensioni che si vivono nel quartiere, disaccordi nell’ambiente di lavoro, in parrocchia, tra le Chiese. Non sfuggire i dissidi e le incomprensioni, non restare indifferenti, ma portarvi il proprio amore fatto di ascolto, di attenzione all’altro, di condivisione del dolore che nasce da quella lacerazione. E soprattutto vivere in unità con quanti sono disponibili a condividere l’ideale di Gesù e la sua preghiera, senza dare peso a malintesi o a divergenze di idee, contenti del “meno perfetto in unità che del più perfetto in disunità”, accettando con gioia le differenze, anzi considerandole una ricchezza per un’unità che non è mai riduzione a uniformità. Sì, questo a volte ci metterà in croce, ma è proprio la strada che Gesù ha scelto per rifare l’unità della famiglia umana, la strada che anche noi vogliamo percorrere con lui.

                                                                                                  Fabio Ciardi

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